
La entrega al ser superior
Padre,
si quieres, aleja de mí este cáliz; pero que no
se haga mi voluntad, sino la tuya, (Lucas 22.42).
Jesús
ha aprendido a diferenciar entre los deseos de su ego y la voz del
Padre, del ser superior. Eso es lo que debe hacer todo yogui, tarde
o temprano. Tras empezar a reconocer la voz silenciosa del Divino
en nuestro corazón, surge el conflicto de intereses entre
lo que nuestro ego desea y lo que la voz interna nos indica que
hagamos. El diálogo del Bhagavad Gita representa este conflicto
interno entre el individuo (Arjuna) y la voz del ser superior dentro
de él. “Bhagavad Gita” significa “el canto
del Señor” - ésa es la música de nuestro
ser más elevado, que oímos dentro de nosotros cuando
acudimos a él en busca de guía, tal como hizo Arjuna,
frente a los desafíos que nos presenta la vida. Dice Krishna:
Cuando
tu mente esté confusa por la controversia de tantas escrituras
contradictorias, deberás concentrarla en la contemplación
divina: así alcanzarás la Meta Suprema del Yoga,
(Bhagavad Gita II.53).
En nuestro avance espiritual tarde o temprano habrá que elegir
entre dos caminos, y tomar partido por los deseos inmediatos del
“yo”, o bien por las indicaciones de nuestro ser superior:
Ninguno
puede servir a dos amos; porque o aborrecerá al uno y amará
al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro.
No podéis servir a Dios y a las riquezas, (Mateo
6.24):
Las
“riquezas” es la gratificación inmediata de los
sentidos físicos, que nuestro ego persigue incesantemente,
normalmente a costa de ignorar las llamadas de nuestra Divinidad
interna. Estos placeres no son negativos en sí mismos, pero
son pobres sustitutos para el gozo divino que nos aguarda en nuestro
interior. La paradoja del Yoga o de cualquier disciplina espiritual
es que suponen un esfuerzo y en cierto modo un sacrificio, pero
el resultado que obtenemos tras ellas nos colma de paz y gozo. Y
las riquezas nos atraen y gratifican, pero finalmente nunca nos
dan lo que en realidad buscamos. De modo que lo más atrayente
no es lo que nos va a dar la felicidad. Por eso los Siddhas decían
que “nuestra felicidad en la vida es directamente proporcional
a la cantidad de auto-disciplina que tenemos”. “Auto-disciplina”
no sería castigarse de forma masoquista, sino nuestra capacidad
de redirigir nuestras energías siguiendo las intenciones
de nuestro ser más elevado. En nuestra vida, entonces, puede
haber dos amos, dos señores que nos dirigen: o bien nuestro
ego o bien nuestro ser superior.
Algunos
comentaristas cristianos han malinterpretado la filosofía
india al pensar que trata de aniquilar la individualidad y renunciar
a la vida. La disciplina yóguica no trata de anular a la
persona, sino de anular al ego, nuestro pequeño “yo”,
enfrascado en sí mismo y en obtener sus pequeños y
transitorios goces. Este mismo proceso de trascender el ego es el
que realizan los místicos cristianos (y los místicos
de diferentes tradiciones religiosas) y al llevarlo a cabo atraviesan
la llamada “noche oscura del alma”. En ella se van abandonando
los diferentes impulsos que no están en sintonía con
nuestro propósito más elevado, se van soltando las
partes de nuestra personalidad, nuestros gustos y apetencias, a
veces muy familiares y queridos, que no responden a la voz de nuestro
ser superior:
Si
tu mano es para ti ocasión de pecado, córtatela. Es
mejor para ti entrar en la Vida manco, que ir a la gehenna con las
dos manos, al fuego inextinguible, (Marcos 9.43).
El
fuego inextinguible es el fuego del deseo, de la búsqueda
del gozo en experiencias de los sentidos, que nunca acabarán
de saciar esa necesidad interna de plenitud. El pecado es el error
de buscar ese gozo fuera de nosotros, olvidando el Reino interno
de Dios. La “gehenna” era un lugar al sur de Jerusalén
donde se quemaban las basuras y los cadáveres de criminales
y animales muertos (algunos comentaristas espirituales del Budismo,
del Yoga y de otras tradiciones describen el sufrimiento que experimentan
tras la muerte las almas que desarrollaron grandes adicciones en
su vida, cuando, en planos sutiles inferiores, buscan infructuosamente
satisfacer esos densos deseos físicos. Quizá estas
experiencias dieron lugar a la creencia del infierno; pero ninguna
experiencia material o sutil es eterna; lo único eterno es
el Ser, el verdadero creador de todas las experiencias).
Krishna
manifiesta en el Gita una idea similar respecto a los deseos:
El
deseo encuentra cobijo en los sentidos y la mente del hombre. Tras
lo cual enturbia la sabiduría, produciendo así la
ceguera del alma. ¡Oh, Arjuna! Controla tus sentidos, eliminando
tus deseos impuros; pues son los destructores de la sabiduría
y la visión espiritual, (Bhagavad Gita III.40-41).
Anular
el ego y sus impulsos es trascender nuestra completa identificación
con nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestros sentimientos, empezando
a salir de la prisión del pequeño “yo”,
y descubrir un “Yo” superior, consciente, gozoso e omnipresente.
Las limitadas características propias del “yo”,
lo que algunos llaman “personalidad”, no son sino los
barrotes dorados de una pequeña prisión, que aunque
querida, por ser tan familiar, no deja de ser una condena que nos
impide experimentar nuestra verdadera naturaleza. Este pequeño
“yo” no puede ser aniquilado atacándolo directamente;
más bien, a través del contacto repetido con el ser
superior, el “yo” es paulatinamente transformado y absorbido
en el Yo más elevado:
El
Yo es amigo del yo en aquél cuyo yo inferior ha sido conquistado
por el Yo superior, pero en el caso de aquél que no ha conquistado
su yo, su yo es enemigo de sí mismo, (Bhagavad Gita
VI.6).
Los
Evangelios muestran dos momentos en los que Jesús fue tentado:
la primera vez en el desierto, tras retirarse allí durante
cuarenta días, y la segunda vez en el huerto de Getsemaní,
antes de ser crucificado. En ambos casos se enfrentó a la
disyuntiva de buscar su propio beneficio o seguir la voluntad divina,
y en ambos casos optó por la entrega al ser superior.
Jesús,
como maestro, escenificó el dilema que se nos presenta a
todos en nuestro crecimiento espiritual. Probablemente las circunstancias
de nuestra vida no sean tan dramáticas como las de Jesús,
ni tengamos que afrontar desafíos como los suyos. Sin embargo,
todos tenemos un trabajo que hacer en nuestra encarnación,
lo que en India se llama “dharma”. Al contactar con
él mediante la práctica espiritual, nuestro ser superior
nos guía hacia aquello que debe ser realizado. Las circunstancias
que nos rodean, las circunstancias de nuestra propia vida, son exactamente
las que necesitamos para evolucionar en este momento. Seguir nuestro
dharma, nuestra deber, es llevar a cabo las tareas que tenemos asignadas,
no sólo por las circunstancias externas que vivimos, sino
también por nuestro ser real, nuestro propio ser.
Jesús
les dijo: Mi comida es hacer la voluntad del que me envió
y llevar a cabo su obra, (Juan 4.34).
No
importa si nuestro trabajo es importante o no, trascendente o no.
Lo importante es su correcta ejecución, en la medida de lo
posible, y la actitud de entrega y devoción con la que es
realizado:
Es
mejor cumplir el propio dharma, aunque sea de manera imperfecta,
que cumplir bien el dharma de otro. El que lleva a cabo la acción
que le corresponde por su propia naturaleza no incurre en culpa.
No hay que renunciar al deber impuesto por el propio nacimiento,
aunque sea defectuoso. Porque toda actividad está envuelta
en defectos, como el fuego por el humo, (Bhagavad Gita
XVIII.47-48).
El
sabio no debe confundir la mente de los ignorantes que actúan
apegados al resultado de sus acciones; más bien, debe ejecutar
sus acciones con desapego y devoción y así estimularlos
a que hagan lo mismo, (Bhagavad Gita III.26).
La paz de la entrega
La
entrega a la Divinidad, al ser superior, nos libera de mucho sufrimiento.
En nuestra sociedad occidental siempre buscamos controlar al máximo
las circunstancias que nos rodean, guiados por nuestros deseos.
Por eso siempre estamos preocupados por algo, pues siempre hay algo
que se escapa a nuestro control, o surge un nuevo deseo que satisfacer.
La consciencia divina atrae los recursos que realmente necesitamos
para nuestra vida, y nos guía para emprender las acciones
que realmente deben ser emprendidas. La entrega de todo lo demás
a esa voluntad divina es un acto de liberación que nos permite
soltar lo que en realidad son ataduras que nos impiden disfrutar
de nuestro ser real.
No
os angustiéis por vuestra vida, qué vais a comer;
ni por vuestro cuerpo, qué vais a vestir. ¿No es la
vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?
Mirad a las aves del cielo: no siembran ni siegan, ni recogen en
graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois
vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros,
con su inquietud, puede añadir a su estatura un solo codo?
Y del vestido, ¿Por qué os preocupáis? Observad
cómo crecen los lirios del campo, no se fatigan ni hilan.
Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió
como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del
campo que hoy es y mañana se echa al fuego, ¿no hará
nada más por vosotros, hombre de poca fe? No os inquietéis,
pues, diciendo: ¿Qué comeremos? o ¿qué
beberemos? o ¿cómo vestiremos? Por todas esas cosas
se afanan los gentiles. Vuestro Padre celestial sabe que las necesitáis.
Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará
por añadidura, (Mateo 6.25-33).
“Buscar
primero el Reino y su justicia” significa buscar primero el
contacto y la inspiración con nuestro ser superior, cuya
guía necesitamos para nuestra vida. Una traducción
de “dharma” sería “lo correcto, lo justo”.
Por eso habla Jesús de buscar el Reino de Dios y “su
justicia” - buscar la conciencia divina y a partir de ahí
comprender aquello que es lo correcto, lo que debe ser realizado,
lo justo.
De
ahí comprendemos que nuestro primer deber, nuestro primer
dharma como seres humanos es buscar la Divinidad y su estado de
consciencia superior. Lo demás vendrá por añadidura.
A partir de ahí, actuando desde la influencia divina y siguiendo
su inspiración, nos convertimos, con nuestros actos, en “la
sal de la tierra”, en el elemento divino dinamizador de toda
la creación. De otro modo, la vida del hombre es una mera
supervivencia.
Vosotros
sois la sal de la tierra; si la sal se desvirtúa, ¿con
qué se salará? Para nada vale ya, sino para que sea
arrojada fuera, sea pisada por los hombres. Vosotros sois la luz
del mundo. Una ciudad situada en la cima de un monte no puede ocultarse.
No se enciende una lámpara y se pone debajo del celemín,
sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están
en casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres,
que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos, (Mateo 5.13-16).
Los
santos y las personas de realización espiritual han dejado
una gran huella en sus obras, transformando la sociedad en la que
vivieron, pero no desde su ego, sino desde su consciencia superior.
Y Jesús nos enseña que todos podemos hacer lo mismo,
pues la Divinidad está igualmente presente en cada uno de
nosotros. Sólo hace falta el esfuerzo de contactar con Ella
y entregarnos a sus designios, que son los de nuestro propio ser.
En
verdad, en verdad os digo que el que cree en mí hará
las obras que yo hago, y las hará aún mayores,
(Juan 14.12).

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