
El difícil nacimiento de la Divinidad
También
dijo: “¿Con qué vamos a comparar el reino
de Dios? ¿Qué parábola podemos usar para
describirlo? Es como un grano de mostaza: cuando se siembra en
la tierra, es la semilla más pequeña que hay, pero
una vez sembrada crece hasta convertirse en la más grande
de las hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves pueden
anidar bajo su sombra”, (Marcos 4.30-32).
A
través de nuestra práctica yóguica empieza
a nacer en nosotros la vivencia de la Divinidad, de nuestro Ser.
Pero esto no supone el descenso de visiones de Dios, entre rayos
y sonidos de trueno. Es una experiencia sutil que sucede de forma
sutil, mediante nuestra sadhana:
No
será espectacular la llegada del Reino de Dios. Ni se dirá:
helo aquí o allí, porque el Reino de Dios está
dentro de vosotros, (Lucas 17.20-21).
Nuestro
trabajo como yoguis es el de ser buenos jardineros, nutriendo cada
día la semilla del Reino de Dios con la sadhana, regando
la planta con nuestra energía y nuestra devoción,
evitando que sea comida por los animales de nuestras tendencias
inferiores, arrancando las malas hierbas de la negatividad inferior
mediante el cultivo del discernimiento y el desapego. Hasta que
esta planta se haga lo suficientemente grande para que toda nuestra
vida descanse a la sombra de esta experiencia.
Hace
falta cultivar la consciencia interna para percibir esta semilla,
para encontrar el tesoro interno de la voz de nuestro Ser. Y Jesús
lo dice claramente en sus palabras:
Tened
ceñidos vuestros lomos y encendidas vuestras lámparas.
Sed como los criados que esperan a su amo de retorno de las bodas,
para abrirle apenas llegue y llame. ¡Dichosos los siervos
a quienes el amo encuentra vigilantes a su llegada! En verdad os
digo que se ceñirá y los hará sentar a la mesa,
y se pondrá a servirles él mismo. Tanto si viniere
en la segunda como en la tercera vigilia; si los encuentra así,
¡dichosos ellos!, (Lucas 12.35-38).
Jesús
defiende aquí la práctica de la consciencia. Crear
dentro de nosotros este espacio de silencio y de receptividad es
lo que nos permite reconocer la venida del amo, el señor
de la casa: nuestro propio Ser. Este espacio lo creamos en nuestra
práctica yóguica diaria, especialmente en la meditación.
Y el gozo que experimentamos poco a poco, de forma creciente, va
haciendo palidecer los placeres temporales que perseguimos en el
mercado del mundo. Jesús deja bien claro en sus parábolas
que el Reino de Dios lo encontraremos en nuestro corazón,
en nuestra experiencia interna:
Porque
donde esté tu tesoro, allí estará también
tu corazón, (Mateo 6.21).
Y
encontrar tu corazón es encontrarte a ti mismo. Entonces,
¿qué desear, sino aumentar esa propia plenitud?
El
reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo. Cuando
un hombre lo descubrió, lo volvió a esconder, y lleno
de alegría fue y vendió todo lo que tenía y
compró ese campo.
También
se parece el reino de los cielos a un comerciante que andaba buscando
perlas finas. Cuando encontró una de gran valor, fue y vendió
todo lo que tenía y la compró.
También
se parece el reino de los cielos a una red echada al lago, que recoge
peces de toda clase. Cuando se llena, los pescadores la sacan a
la orilla, se sientan y recogen en canastas los peces buenos, y
desechan los malos. Así será al fin del mundo,
(Mateo 13.44-49).
Meditar
es echar la red de la autoconsciencia, y recoger todo tipo de peces,
de contenidos internos, pensamientos y tendencias. En la meditación
aprendemos a separar el grano de la paja, a dejar partir aquellos
contenidos mentales y emocionales que no nos sirven, desechándolos
como peces malos. Nuestras tendencias superiores intervendrán
más y más en nuestra vida, acabando con las inferiores.
Y
aquí es donde empieza el “fin del mundo”. Esto
significa que dejamos de estar embrujados por los sucesos del mundo,
y empezamos a encontrar un referente interno, que no depende de
las circunstancias. Un referente de inspiración, de sabiduría
y de gozo, que, como el pan y el vino, nos nutre. Empezamos a diferenciarnos
de los vaivenes del mundo, de sus alegrías y tragedias, y
renunciamos a perseguir en él lo que hemos encontrado dentro
de nosotros. Nos erguimos sobre la roca de la Divinidad que empezamos
a vivenciar dentro de nosotros:
Yo
te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte no prevalecerán
contra ella, (Mateo 16.18).
La
consciencia divina, como una semilla de mostaza, crecerá
o se edificará poco a poco sobre la roca firme de la percepción
Divina interna, y el engaño de la fascinación por
el mundo transitorio irá menguando más y más:
llegará “el fin del mundo”.
Pero
este nacimiento de la Divinidad dentro de nosotros es un proceso
difícil. Nuestra mente, la fortaleza de nuestro ego, está
llena de tendencias propias que no van a reconocer nada superior
a ellas que ponga en peligro su existencia. Intentarán acabar
por todos los medios con este nacimiento:
Cuando
Herodes se dio cuenta de que los sabios se habían burlado
de él, se enfureció y mandó matar a todos los
niños menores de dos años en Belén y en sus
alrededores, de acuerdo con el tiempo que había averiguado
de los sabios, (Mateo 2.16).
Este
episodio de la matanza de los inocentes, que sólo es citado
en el Evangelio de Mateo, probablemente nunca sucedió. Ni
siquiera el cronista Flavio Josefo lo cita en su exhaustiva narración
de los hechos del rey Herodes. Así que, no habiendo ocurrido,
el significado de este episodio sería más bien espiritual.
El
Srimad Bhagavatam narra como Krishna, la encarnación de la
Divinidad, sufre en su nacimiento la persecución del rey
Kamsa. Éste sabe, por una profecía, que cuando Krishna
crezca acabará con él y con su maldad. De modo que
nada más nacer, Krishna fue sacado sigilosamente del palacio
de Kamsa, para evitar que fuera asesinado. Y creció escondido
en el pueblo de Gokula, donde no podría ser encontrado.
Herodes
y Kamsa representan nuestro ego, nuestro estado de identificación
con el “yo” del cuerpo y del mundo, fortalecido en el
palacio de nuestra mente, con todo su séquito de tendencias,
de preferencias y de aversiones.
La
experiencia de la Divinidad se puede manifestar como inspiración,
como paz y como gozo. Y tras nuestra meditación, todo el
séquito de Herodes se lanzará sobre esta paz y este
gozo, cuestionándolo de mil formas u ofreciendo otros sustitutos.
La mente puede aducir: “¿Eso es todo?”, o “Sí,
pero…”, o bien buscará nuevos objetos de interés
que perseguir.
Una
leyenda medieval europea narra cómo un cazador fue maldecido,
de modo que se pasaba eternamente persiguiendo una presa sin poder
alcanzarla nunca. Ésa es la condición humana ordinaria,
y ése es el esquema vital de la mente: “yo” seré
feliz cuando tenga “eso”. El gozo interno, incondicional,
sin causa externa, sin principio ni fin, desmonta la mente. De modo
que si surge este gozo interno en nuestra práctica yóguica,
la mente no le dejará su espacio para que pueda crecer.
Tarde
o temprano el aspirante espiritual se tiene que enfrentar a sus
propias tendencias, tiene que crucificar su ego o su pequeño
“yo” para restaurar el reino de Dios, para que Krishna
pueda recobrar su reino y ser nombrado rey.
El
poema épico Mahabarata narra cómo Arjuna, el guerrero,
debe enfrentarse en una batalla final a sus antiguos familiares,
para restaurar la rectitud en el reino. Arjuna desfallece ante la
batalla que se avecina, pero Krishna, su amigo y guía divino,
le reclama que se alce como guerrero y emprenda la lucha hasta el
final:
Es
indigno de un noble como tú dejarse atrapar por el desaliento
en el momento de la lucha. ¿Cómo es posible? Esto
no te hará ganar ni el cielo ni la tierra, (Bhagavad
Gita II.2).
¡Oh,
Arjuna! Hay una batalla que ganar antes de que nos sean abiertas
las puertas del cielo. ¡Felices son aquéllos guerreros
cuya actitud es participar en esa guerra!, (Bhagavad Gita
II.32).
Krishna
mismo no participa en la lucha, pero guía el carro de Arjuna.
Somos nosotros quienes debemos emprender la lucha por acabar con
nuestras queridas tendencias inferiores, nuestros familiares de
toda una vida. Jesús expresa también esta idea con
su estilo característico:
No
creáis que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer
paz sino espada. Porque he venido a poner en conflicto al hombre
contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra su
suegra; los enemigos de cada cual serán los de su propia
familia.
El
que quiere a su padre o a su madre más que a mí no
es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más
que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz
y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la
perderá, y el que la pierda por mi causa, la encontrará,
(Mateo 10.34-39).
En
nuestra práctica yóguica, el fuego de la sadhana va
quemando estas tendencias egóticas personales, una tras otra.
Ésta es la batalla final por la conquista del reino, del
Reino de Dios, una batalla final entres las fuerzas divinas y las
malvadas o egóticas. Tal arquetipo aparece también
en el Apocalipsis de San Juan, en el que se libra esta batalla definitiva.
El
juicio final, con la venida del Cristo y la separación entre
hombres buenos y hombres malvados, representa el proceso interno
en el que las malas tendencias son quemadas en el fuego de la sadhana,
para instaurar el Reino de Dios en la tierra.
¡No
desfallezcas Arjuna! Esto no es propio de un hombre como tú.
Sobreponte a ese mediocre desaliento y levántate como el
fuego que quema todo lo que encuentra a su paso, (Bhagavad
Gita II.3).
Vendrán
los ángeles y apartarán de los justos a los malvados,
y los arrojarán al horno encendido, donde habrá llanto
y rechinar de dientes, (Mateo 13.49-50).
La
mitología india reconoce a Muruga, el hijo de Shiva, como
el jefe de los ejércitos celestiales. A Muruga se le representa
como un adolescente que lleva una lanza, que originalmente tiene
seis caras y mora en seis montañas diferentes.
Las
seis caras y las seis moradas son los seis primeros chakras, el
campo donde se libra la batalla por el Reino de Dios. Cuando las
fuerzas del bien triunfen, cuando los seis chakras se abran, el
rey, la Divinidad, podrá reinar desde el séptimo,
el chakra de la corona, la morada del Ser.

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